viernes, 20 de noviembre de 2015

Habrá de tenerse en cuenta que en la Argentina, hasta 2007, el área administrativa dedicada a la ciencia y la tecnología estuvo incluida dentro del Ministerio de Educación, hasta que a fines de 2007, una de las primeras medidas del gobierno encabezado por Cristina Fernández de Kirchner anunció la creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva. A partir de allí, parecería que la sociedad en su conjunto hubiera decidido darle un vuelco a la decadencia.


La complejidad y el avance inexorable del conocimiento hacen que el mundo esté más preocupado por quién comunica y cómo debe comunicarse la ciencia. En la Argentina y en Santa Fe, los últimos años han constituido una bisagra clave.


Por Antonio Capriotti
¿Qué es la información? El Diccionario de la Lengua Española define el término “informar” como dar noticia de una cosa. La información sería, de esta forma, el contenido del acto de informar. Desde las relaciones públicas hasta la publicidad, las actividades descritas son diferentes modalidades de transmitir información. No obstante, conviene hacer algunas distinciones relativas a los términos informar, comunicar y divulgar.
En el capítulo de su tesis doctoral titulado «De la comunicación científica pública a la información periodística especializada», Carmen del Puerto (1999) ofrece dos citas esclarecedoras. Para el español Javier Fernández del Moral, catedrático de periodismo especializado de la Universidad Complutense de Madrid, la información es, en un sentido amplio, “el conjunto de datos o de ideas que en forma de mensaje sirve para comunicar”, lo que constituye su fin último. Para el científico estadounidense Ralph Hartley, la información es “la medida de la reducción de la incertidumbre que se tiene del emisor, por medio de un mensaje”. La información puede ser entonces, añade Carmen del Puerto, tanto “medida de la comunicación” como “contenido de la comunicación”.
Por otra parte, y como con frecuencia manejamos de manera indistinta los términos informar y comunicar, conviene explicar por qué se habla preferentemente de comunicar la ciencia. La razón es que, en la práctica, podemos informar (dar noticia de algo) sin comunicar. Para ello bastaría con informar, por ejemplo, utilizando un lenguaje especializado, o a través de canales a los que nuestro público no tenga fácil acceso (publicaciones profesionales, por ejemplo). La información no necesariamente busca respuesta, como la comunicación.
Los gobiernos son muy dados, a veces, a informar, pero sólo la divulgación permite extender los conocimientos de la ciencia a un público no especialista.
Divulgación resulta un término más grato que el tomado del francés vulgarisation. Aunque ambos términos tengan la misma raíz latina (divulgatio-onis, vulgaris-e), y el término castellano vulgarización signifique también exponer una ciencia o una materia técnica cualquiera en forma fácilmente asequible al vulgo, parece mejor evitar un vocablo que pueda ser interpretado como hacer vulgar algo, cuando lo que se pretende es precisamente ilustrar, hacer comprensibles los cocimientos, elevar el nivel cultural del público en algunas materias. Lejos de pisotear la ciencia, cuando se comunica se proporcionan claves para su comprensión.
En el año 2013, el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva creó el Programa Nacional de Popularización de la Ciencia y la Innovación,  que busca profundizar el acercamiento de la ciencia y la innovación a la sociedad con el propósito de contribuir a la apropiación social del conocimiento y a la formación de una ciudadanía responsable.
La palabra comunicar se usa en el sentido de compartir, hacer a otro partícipe de lo que uno tiene, poner en común, hacer saber a alguien alguna cosa, comulgar, etcétera. La divulgación (que abarca diferentes acciones y modos de comunicar la ciencia y la tecnología) garantiza que los mensajes llegarán al receptor ya adecuados a su manera de entender.
La investigación científica
Y allí está, lenta y silenciosa, la investigación científica, tomándose sus tiempos. Investigar es una tarea ardua. Se funda en  la curiosidad por saber y en la necesidad académica de crear conocimiento nuevo para transmitirlo.
Del otro lado está el mercado con empresas y productos. Exigen innovación. Aspiran a aumentar sus dividendos y ocupar nichos del mercado, renovar sus portfolios de  productos,  incrementar la rentabilidad de sus emprendimientos.
Ambos sectores se reconocen. Y se necesitan.
Está el Estado. Estado nacional, provincial, municipal que en Argentina, más allá de los vaivenes y sacudones, de idas y vueltas está. Desde la Nación y el Estado provincial han jerarquizado al rango de ministerio, oficinas vinculadas a la ciencia, la técnica y la innovación. Recién en el año 2002, con el nombramiento del doctor Eduardo Hernán Charreau al frente del Conicet, se operó un cambio, una bisagra, en un país al que se lo recuerda en llamas.
Y está la sociedad civil con sus ciudadanos modernos que, aunque no hagan explícita su demanda de ciencia, necesitan acceso al conocimiento; sobre todo hoy al disponer de un verdadero arsenal de productos con tecnologías complejas.
El ciudadano medio consume, a través de productos y servicios, tecnología que hunde sus raíces en los logros de la investigación básica. A pesar de eso, ciencia y tecnología no consiguen formar parte de su bagaje cultural. Así, está  condenado a un nuevo tipo de analfabetismo funcional.  Y, por consiguiente, desconoce su derecho a ser informado.
No se puede esperar que una sociedad alejada culturalmente de la ciencia y la tecnología apueste decididamente por la investigación. Para cual es imprescindible, en primer lugar, la alfabetización de la ciencia y, por otro, incentivar la tarea de divulgación.
Los saltos de la ciencia
“La ciencia avanza a los saltos”, se le ha escuchado a más de un científico; cada tanto hacen su aparición pensadores creativos y originales a los que accedemos a través de sus obras. A todos se los puede ubicar en el contexto donde actuaron; unos pocos “engendran el tiempo que los ha engendrado a ellos”; son los encargados de hacer saltar líneas de pensamientos, de descubrir nuevos horizontes, de mostrar cómo se puede mirar con nuevos ojos al mundo; interrogándolo y pensándolo mientras se produce un conocimiento nuevo.
El hombre necesita sentirse seguro y elude las incertidumbres y para eso, entre otras cosas, recurre a las explicaciones. Explicaciones con pretensión de verdad; la que, no obstante, será histórica y provisoria. Rafael Echeverría intenta descifrar esa pretensión de acceder a la verdad: “Cuando cuestionamos nuestra capacidad de acceder a la verdad se nos refuta con la ciencia que justamente es la encargada de revelar cómo las cosas son”, dice el experto. Lo que según los biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela no es sino una determinada interpretación; para estos autores “lo que caracteriza a las explicaciones científicas de otro tipo de explicaciones es que las primeras son explicaciones que permiten regenerar los fenómenos que explican”.
La humanidad, pese a todo, ha dado muestras de haber ido resolviendo los problemas que le anteponía su aventura de vivir; y, enancada en su poder de abstracción, usando el lenguaje que le aportó la capacidad de la reflexión, se aventuró en terrenos inexplorados, en bosques oscuros y sombras amenazantes. Algunos de sus integrantes fueron más allá de la curiosidad, motorizados por el talento. Existen los pioneros, los avanzados, los que habitan las fronteras, a quienes se los suele llamar locos, sobre todo cuando con su pensamiento  incomodan; o se los llama genios si sus elucubraciones conforman.
Por otro lado, a muchos les cuesta entender ciertos “enigmas” que nos propone la ciencia; por ejemplo, que el observador influye en el fenómeno observado;  que en un mundo microscópico las cosas pueden a veces ser hondas a veces partículas; tienen posición pero no velocidad; o, viceversa. Cuestiones que son difíciles de entender. Tal vez por esto algunos no encuentran mejor salida que acudir a la magia o a la religión.
La historia señala que Napoleón, interpeló a Pierre Simon Laplace, diciéndole: “Me cuentan que ha escrito usted sobre el sistema del universo sin haber mencionado ni una sola vez a su Creador”, a lo que Laplace contestó: “Es que  nunca he necesitado esa hipótesis”.
La decisión tardó pero llegó
A partir de los 60 se intentó jerarquizar la tarea de la ciencia y la investigación científica básica y aplicada en Argentina. La semana pasada, el semanario local Cruz del Sur recordaba los 50 años de la instalación, el 15 de Mayo de 1961, de Clementina, la primera computadora en la Argentina. Un salto cuántico generado por un grupo de visionarios entre los que se destacaba Manuel Sadosky. Toda una osadía para instalar nuevos paradigmas.
Pronto esas iniciativas tropezarían con los bastones largos de una nefasta noche de mediados de los 60. Marcaba el comienzo de la regresión institucional y de la decadencia de la educación y la ciencia en el país. Con la recuperación de la democracia, en 1983, el gobierno electo repatria a Sadosky y le ofrece la Secretaría de Ciencia y Tecnología. La dirigencia política parecía decidida a dar un vuelco histórico al maltrato al que fueran sometidas ciencia y educación.

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